Diligencia, negligencia y uno mismo

Los abogados solemos decir que es imposible estar obligado consigo mismo. Y no lo decimos sin fundamento, pues en la ley se prevé que las obligaciones dejan de existir cuando la misma persona es el acreedor y el deudor; lo cual en derecho se llama “confusión”.

Por ejemplo, imaginemos que le debo al taquero 10 tacos, pero le compro la taquería con todo y lo que sus clientes le deben. En ese caso, mi obligación de pagarle al taquero 10 tacos se extingue por confusión, pues ahora yo soy el taquero al que le debo pagar 10 tacos y, en derecho, uno no puede deberse dinero a sí mismo (estar obligado con uno mismo).

Sin embargo, creo que existe una única excepción a lo anterior, la “diligencia”; que en derecho suele definirse como la conducta cuidadosa, atenta y previsora para gestionar intereses ajenos. Pero, si la diligencia existe en relación con intereses ajenos, ¿cómo es que sería la única obligación que podríamos debernos a nosotros mismos?

La diligencia desde su antónimo

Lo contrario de la diligencia es la “negligencia”, que según la Real Academia Española se define como “falta de cuidado” y que es fácil de comprender, pues se nos pueden venir a la mente numerosos ejemplos de negligencias.

Por ejemplo, el cirujano y su equipo que dejaron una gasa dentro del paciente que acaban de operar y provocaron así una infección mortal. También el personal del restaurante chino que cocinó vegetales y otros alimentos con gusanos, provocando enfermedades estomacales en sus comensales. Vaya, es fácil imaginar a la negligencia e incluso encontrarla en denuncias públicas en redes sociales.

Por lo tanto, si un concepto termina en donde empieza su contrario —si el calor se extingue en donde comienza el frío—, podemos utilizar a ese contrario para fijar los límites de aquel que queremos entender.

¿Qué es la diligencia entonces? No podemos solamente decir que es la ausencia de negligencia, pues esa definición sería tan inservible como decir que el blanco es la ausencia de negro. Pero, ¿podemos al menos decir que son todas las acciones que tomamos para evitar caer en negligencias? ¿Cuáles son esas acciones?

La diligencia en el derecho

Si pensamos a la diligencia como todas las acciones necesarias para nunca caer en una negligencia, debemos entender todas las posibles fallas, problemas y fracasos a los que podríamos enfrentarnos en nuestra profesión y en nuestra vida diaria.

Para los abogados esto tiene una importancia especial, pues si bien todas las profesiones tienen posibles negligencias, el abogado debe tomar los asuntos ajenos como si fueran propios y ejecutar procesos que implican un seguimiento diario, arriesgándose siempre a caer en un sin fin de negligencias todos los días.

Estoy tratando de decir que quizá la diligencia es la ciencia oculta de los abogados, nuestro muy personal arte con el que podemos penetrar y dominar los secretos más íntimos de nuestra profesión. La diligencia como nuestro propio ocultismo.

¿Acaso no es la mejor manera de ganar un caso no sólo estudiar los elementos básicos de nuestras acciones, sino también estudiar todos los caminos posibles de fracaso y encontrar las normas y jurisprudencia que impidan que el cliente pierda? ¿No es todo ese estudio diario y dedicado reutilizable en futuros casos? ¿No se distinguen los grandes abogados del resto por tener un conocimiento interminable de su materia?

¿Acaso no es entendiendo que todos los días los tribunales nos pueden imponer requisitos y términos fatales lo que nos lleva a diligentemente revisar listas judiciales todas las mañanas? ¿No es revisando a diario las listas la forma en que damos seguimiento y entendemos cómo mejor propulsar los procesos? ¿No se distinguen los despachos exitosos del resto porque jamás se les va una prevención o requerimiento?

Claro que el médico cirujano debe ser diligente y también los profesores, los panaderos, los ingenieros. Pero el abogado se enfrenta a la diligencia todos los días, a nombre de terceros, con la amenaza constante de caer en negligencia si no se mantiene concentrado en sus pendientes en todo momento. Un doctor puede olvidarse de la cirugía hasta la próxima visita del paciente; el abogado no puede hacer eso. Su cliente puede dormir tranquilo, porque su defensor es el que se mantendrá inquieto y despierto.

El ethos y la diligencia con uno mismo

Cuando estudiaba derecho en el ITAM, un profesor me dijo la siguiente frase que a diario recuerdo: “el ethos del abogado debe ser muy duro, Raúl, durísimo; de lo contrario, su cliente estará en grave riesgo”.

En aquel entonces pensé que el profesor se refería a que los abogados debemos ser unos cara dura sin sentimientos, pero con el tiempo he aprendido que se refería a la diligencia. El ethos es la “forma de vida” o “comportamiento habitual” de un grupo de individuos. El ethos duro de los abogados es su disciplina.

Durísima disciplina. Han de levantarse a diario a primera hora y revisar cientos de listados judiciales, buscando actualizaciones en los casos de sus clientes. Deberán tener claros los pendientes urgentes y los no tan urgentes, terminando siempre los primeros y organizando la agenda de la semana para poder terminar los demás. Jamás pueden olvidar una fecha o un término. No pueden dar excusas ni a los tribunales ni a sus clientes. No pueden pedir prórroga ni concesión alguna.

Su vida se parece más a la del mítico samurai. Los sentidos exaltados en todo momento, la concentración total sobre el mundo caótico que lo rodea, capaz de adelantarse a cualquier crisis al comprender las fases de los procedimientos, con plena memoria de las fechas a las que se enfrenta y de lo que cada cliente le ha confesado, sin permitirse en ningún momento desesperanza o tristeza, caminando con aplomo por la lumbre del ejercicio del derecho.

¿Puede lograr tal proeza la persona abogada sin ser diligente consigo mismo? ¿Acaso aprender a levantarse desde la madrugada y obligarse a dormirse temprano no son obligaciones con uno mismo? ¿Comer sano para no enfermar? ¿Hacer ejercicio para mantenerse ágil? ¿Mantener la lectura como hábito para cultivar la inteligencia? ¿Cumplir con su vida personal, pero sin permitir que invada su vida profesional? ¿Atender su propia ansiedad y encontrar métodos para mitigarla? ¿Convertir su cuerpo y mente en un templo que le permita a diario prenderse lumbre en su jornada laboral?

Si el abogado debe enfrentar los procesos de sus clientes con la misma diligencia con la que enfrentaría sus propios asuntos, ¿no es entonces necesario que la diligencia del abogado se extienda siempre primero hacia sí mismo? ¿Puede atender bien los asuntos ajenos si su vida personal es un desastre?

Creo que es ahí, en esa obligación con nosotros mismos como paso previo necesario para obligarnos con los demás, en donde se rompe la confusión de las obligaciones. Es exigir en cada faceta de nuestras vidas la máxima diligencia, guiar nuestra vida hacia los estándares más altos, para que podamos ahora sí decir que atendemos los asuntos de otros como si fueran propios y que tal expresión verdaderamente signifique lo que debe significar.

Corolarios

Quizá por todo esto es que las personas que dominan su vida personal, su cuerpo y su mente, suelen ser mejores profesionistas. Aquellas personas que cumplen con su régimen de ejercicio, que no permiten la descarada obesidad, que no caen en el alcoholismo, que fomentan el deporte, la cultura, las artes.

Quizá el camino a convertirse en un gran abogado comienza con algo tan simple como levantarse temprano, organizar los pendientes, avanzar concentrado y terminar de trabajar a la hora planeada, sin distraerse en el intermedio procrastinando con la televisión y las redes sociales.

Quizá también es por esto que los abogados maletas llegan tarde a sus citas, siempre tienen excusas para no cumplir, olvidan devolver las llamadas, no revisan los listados judiciales, pierden casos sin entender siquiera por qué, abandonan a sus clientes cuando la lucha se pone compleja, aceptan sobornos de la contraparte, le entran al tráfico de influencias, buscan el poder público para robar a manos llenas, le dan un mal nombre a la profesión.

Quizá las buenas personas abogadas deban siempre cuidar que sus clientes entiendan lo anterior, que les permitan ejecutar y dar seguimiento a las acciones legales sin ser cuestionadas a cada momento o sin perder tiempo en innecesarias juntas que podrían haber sido un mensaje. Quizá alejarse de clientes tóxicos es también diligencia con uno mismo y los demás clientes.

Quizá aprender a tener una vida personal separada de la profesional, con sus propios tiempos y descansos, sea una marca personal del abogado diligente, pues si uno no se atiende a sí mismo y se da su tiempo propio, ¿cómo se puede esperar que atienda los asuntos de los demás y sus tiempos ajenos?

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