*Ensayo del 2010, escrito justo al terminar el subsistema de cine de la carrera de comunicación en la Ibero y a punto de iniciar mi servicio social. Un año escolar accidentado y un final ‘in medias res’
El final de la carrera
Por Raúl Ramírez Riba
La vida, la soledad, el perdón, la comunidad, la elección de carrera, el final del trayecto, el cúmulo de aprendizaje, las amistades, el acido sulfúrico tirado, el camino, la paz, la lista de pendientes, la tarea, las preocupaciones, las ocupaciones, los proyectos, el cielo, las plumas, la medianoche, las promesas, las quejas, los dolores de cabeza, la música al final de clases, las cervezas oscuras, los cortos, las idas al cine, las reglas rotas, las manos levantadas, la inquietud, las empresas épicas, la creación, lo no compartido, lo que se compartió completo, la vida después de la muerte, el estrés, el climax, la belleza de los sueños, los textos escritos, las lecturas, los giros de la trama, los golpes, las apuestas, las colaboraciones, el apoyo, la confianza, el camino, la amistad.
Todo dentro, salvado en el disco duro mental. Es el paso de los años y el final de un ciclo. Es la reflexión que viene al saber que un periodo, otrora eterno, se acaba. Son los años maravillosos que uno espera platicarle a sus nietos. Los momentos de los que se puede sentir nostalgia incluso antes de que terminen. Los apegos que uno nunca quisiera soltar. Es algo así como aquella novia que sabes que se quedará tatuada en el interior de tu craneo. Es a lo que no le basta el entender que las cosas jamás son eternas.
Las imágenes mentales se acumulan, se pesan en la báscula de la perspectiva, se miden entre ellas y esperan alguna clase de juicio para ir a su descanso. Estuvieron los últimos años pacientemente disponibles en la memoria inmediata y hoy parece que no pueden esperar ni un segundo más para archivarse en el inconciente. ¿Les duele a ellas o me duele a mí?
Y con el final vienen los sentimentalismos. Los “yo te quiero más que nadie” y los “siempre te aprecié y nunca supe decírtelo”. Los “serás mi amigo incluso después de la muerte” y los “no perdamos el contacto nunca”. ¿Qué nos hace ser tan predecibles? ¿Por qué no podemos simplemente dejar todo atrás y partir?
También llegan todas esas reflexiones trilladas. ¿Qué aprendí? ¿Cuánto crecí? ¿Cuánto maduré? ¿Lo hice bien? ¿Lo hice mal? Tonterías. Es claro que lo que se pudo hacer fue muy poco y que salió siempre lo peor que se pudo. ¿Qué no somos humanos? ¿Qué no está en nuestra sangre equivocarnos?
El miedo sugiere detenerse. Tal vez esa sería una solución justa. ¿Para qué salir de esta etapa si aquí ya conocemos el terreno? Carajo, ¿cuántas etapas más faltan? ¿Serán peores?
No es fácil ser joven en este país. Nos enfrentamos de manera constante, unos contra otros. No nos damos tregua, ni siquiera entre amigos, mucho menos entre amigos. Ahí vamos, batallando y pegándole al de al lado. Y sí, el cuento ese de los cangrejos es tan cierto que en lugar de convertirse en cliché debería de hacerse religión nacional.
Y cuando las cosas no van tan mal, no falta el sistema o las cosas establecidas que quieran frenarnos por completo. ¿Cuántos más tendrán que sufrir la parálisis de los que están arriba? ¿Cuánto tiempo más seguirá vigente el discurso derrotista? ¿Qué clase de infancia tuvo el mexicano cuarentón desencantado que no puede creernos ni un poco a los jóvenes de hoy?
Y de las amistades, ayer salíamos al bar de enfrente a tomar unos merecidos tragos; hoy si salimos es solo para probar la nueva pose que queremos mostrarle a los demás. Si pudiera volver a ser aquel del inicio, me recomendaría nunca crecer y seguir siendo un niño inquieto; antes que convertirme en un maniquí de una profesión plástica.
Ya escucho a los que digan que este texto está más amargado que una viuda de 70. Tal vez ya puse el dedo en la yaga, en aquello a lo que le tienen tanto miedo todos esos payasos de circo que ven en la carrera un simple concurso de popularidad.
Y la foto generacional fue la farsa más grande. Al final, todos estamos pensando que el primero de esa foto que llegue al éxito nos podrá sacar a todos del agujero; y solo por aparecer en una mugre imagen. ¿Cuántos simulacros nos tenemos que seguir vendiendo?
Hacia delante todo se ve nublado. ¿Por qué los finales de carrera no se pueden parecer a los finales de los cuentos de hadas? Ese “y vivieron todos felices para siempre” está tan lejos. En su lugar está un ensordecedor “corre que a los 30 se acaban las oportunidades”. A los 30, pero si tenía 15 hace apenas unos días.
Y los caminos que se trazan enfrente tienen letreros, pero están rotulados en un idioma desconocido ¿Acaso iremos al que tenga más señalamientos aun sin entender lo que digan? Qué tal que todos dicen “Cuidado, muerte segura adelante” y nosotros ni en cuenta. ¿Por qué se siente este final tan accidentado? ¿Por qué más que una conclusión parece una terminación tajante?
Al inicio de este ensayo me faltó mencionar el miedo. Y tal parece que eso es lo que más abunda en este final de carrera, este acercamiento al final de los finales. Son todas las cargas de la vida adulta que ahora sí se ven cerca y que al voltear hacia atrás, hacia aquellas cosas que en estos años nos debieron de haber preparado para ellas, es fácil darse cuenta que ni de chiste estamos listos para enfrentarlas y que por más que ya sea tiempo para salir a la vida, este útero ficcioso se ve cada día más y más cómodo, más confortable.