* Ensayo de clase de Comunicación Ensayística en pleno año del Bicentenario, Universidad Iberoamericana. Primavera 2010.
¿Qué es lo mexicano? Esa pregunta parece invadir todo espacio disponible entre el mundo y aquellos que nacieron dentro de las fronteras del país que lleva el mismo nombre.
Y digo todo espacio disponible porque en cada movimiento que un mexicano hace se topa de inmediato con dicha pregunta. Es casi palpable que no puede, de ninguna manera, emprender alguna acción sin despertar la duda, sin hacérsela; aun si decide como individuo pasarla por alto o incluso negarla.
El mexicano navega por un mundo de miedos y falsas identificaciones. Vive el día a día ubicándose en su entorno como un personaje estereotipado. Al que le gustan los tacos, el que se viste de mariachi, el de la cubeta de cangrejos destapada, el del sombrero y bigote en el mundial. Aun así, se ofende cuando alguien de otra nacionalidad osa esteriotiparlo de regreso. Tal vez porque no le gusta que los demás vean en él lo que a él mismo no le gusta ver, que no es más que un estereotipo y que su esencia, su ser, está tan oculto como el sol durante la noche.
Y no debería de sorprendernos, si hace menos de 200 años que el mexicano de alguna u otra forma existe. Claro que los franceses no tienen que preguntarse estas cosas tan a menudo, cualquier duda que tengan pueden trazar su historia a los galos que batallaron con los romanos en tiempos inmemorables. Los españoles también pueden proyectarse al español anterior a la invasión musulmana. Vaya, hasta los vascos que son tan negados por sus compatriotas de otras regiones, pueden sentirse seguros dentro de su idioma que se remonta a los inicios de Europa.
El mexicano no. Ni siquiera puede hablar su propia lengua, tiene que hablar español. Y es ahí donde viene una de las pocas certezas del mexicano, aquello que podríamos llamar el suceso de origen. El día en que los españoles invadieron una tierra de indígenas independientes y al someterlos crearon junto con ellos una nueva raza que en este ensayo tratamos de definir.
Pues si bien es cierto que nuestras raíces más profundas apuntan al pasado prehispánico que todos los mexicanos llevamos muy dentro, no podemos decir que ese pasado sea nuestro reflejo, es más, tal vez ni siquiera podemos decir que ese pasado sea nuestro.
Así, el mexicano puede intentar regresar con su madre la indígena, ahí por algún pueblo de Chiapas o en alguna región de Michoacán, y tratar de venderle la idea de que de alguna forma ella, la madre, y él, el hijo, son la misma cosa. Pero sería una pérdida de tiempo. La indígena —se sienta o no mexicana— lo tomaría a él como una suerte de turista, le vendería algún objeto de valor para aprovechar al visitante y no pasaría de ahí. Por otro lado, él no lograría de ninguna manera identificarse, tal vez ni siquiera aproximarse, y solo atestiguar la gran diferencia que hay y de nuevo el espacio invadido de la misma pregunta.
Lo mismo, pero más violento, si el mexicano se piensa español. Y más violento porque en algo podemos estar seguros: muy pocos europeos verían con buenos ojos que un iberoamericano se quiera comparar con ellos. Vaya, si tan solo hace 400 años a los que vivíamos de este lado del charco no nos concedían ni tener alma. Es más, apenas hace 200 dejamos de ser sus sometidos e incluso hoy seguimos siendo considerados tercer mundo. Y si bien lo anterior tal vez no se soporte en lo individual, en lo colectivo se mantiene con fuerza. Entre el europeo y el mexicano hay siglos de que el primero vea al segundo de arriba hacia abajo y de que el segundo vea al primero de abajo hacia arriba. Es así que podemos pensar que el único resultado posible de que el mexicano busque encontrar su origen en Europa sea algo como un escupitajo o una cachetada en la cara. Y esto también es cierto para los mexicanos güeros y de ojo azul, parecer gachupín no los salva.
La certeza que encontramos en lo anterior es que el mexicano es el hijo huérfano del resultado de mezclar a los españoles con los indígenas. Queremos decirle bonito a todo el asunto y entonces usamos el termino mestizo, pero la verdad es que somos huérfanos con comportamiento de bastardo. Bastardos porque nos preguntamos constantemente por nuestro padre y vivimos buscando el camino que lo pueda hacer regresar. De ahí que cada nueva tendencia extranjera la queramos seguir al pie de la letra. Y no quiero hacer pensar que el mexicano debería entonces dedicarse a retomar su pasado prehispánico y olvidarse del extranjero. Eso solo sería seguir desocultando la necesidad de ver y seguir lo otro.
El mexicano en realidad no tiene que hacer nada. Copiando o no copiando, el impulso real del mexicano sí nace de vez en vez y se enseña de distintas formas, algunas tan abstractas que sería imposible definirlas tan pronto. Y es que con apenas 200 años, su ser sigue siendo un constructo, un ideal. El mexicano entonces no debería de toparse con esta pregunta todo el tiempo y tratarla de contestar y sentirse mal al no lograrlo. El mexicano debe de topársela y usarla como impulso para seguir buscando. Al fin, lo que en ese caso nos puede en verdad distinguir del resto es que al ser seres tan incompletos tenemos una mayor necesidad de movimiento y con ella un mucho mayor impulso, mayores ganas.
En consecuencia, deberíamos de explorar, vivir nuestra infancia, no criticarnos de más, aceptarnos, dejar que las cosas se den y soñar sin sentirnos culpables. Sólo así el mexicano podría pararse frente a sus orígenes y mirarlos de frente y sin miedo. Solo así el mexicano se puede encontrar en el mapa y al encontrarse, encontrar al otro y enfrentarlo de manera digna.
¿Qué tiene de malo definirse como alguien en proceso de definición? ¿Qué tiene de malo saberse incompleto? 200 años de ser son poco tiempo para mirarse en el espejo y apuntar dedos. Y si finalmente nunca vamos a dejar de estar incompletos, ¿por qué no abrazar dicha incompletud y aprovechar el impulso de su vacío hacia un sinnúmero de caminos nuevos?